Pintar. Simplemente eso.
Me encanta poder en un rato liberar todo lo que soy capaz de hacer, crear o imaginar visualmente. Hacía mucho tiempo que no volvía a sentir el tacto de los lápices de color y que no volvía a mancharme las manos de la tinta de los rotuladores. Fue una sensación que me invitó de nuevo a volver a mi pasado, a volver a recordar la libertad que se siente cuando no hay reglas a la hora de dibujar. Saco modelos, fotos, escenas y me encanta poder dibujarlas... y sentir esa ilusión tan grande que es ver cómo de bien lo he podido plasmar o interpretar... ¡Estilo libre! Sí, pero a veces siento que ese poderío que da ser capaz de plasmar exactamente lo que tienes en mente, sólo lo consiguen los verdaderos genios de la pintura. Aquellos que fueron capaces de pintar auténticas bellezas, maravillas e incluso dar vida propia a sus cuadros. ¡Es digno de auténtica admiración! De momento intento copiar alguna foto, dibujo o escena que me llame la atención con mi lápiz HB y mi goma de compañía... algún día cambiaré de compañeros. ¡O daré un salto a algo menos común quizá! Pero de momento, lo que he aprendido de estos encuentros pintando, es la debilidad siguiente: me cuesta dibujar los rostros de las personas... Lo que me lleva a la siguiente deducción: ¡Es que un rostro del otro no tienen nada en común! ¡Son únicos! Por eso es que me cuesta más de lo normal ser capaz de darle esa chispa de autenticidad propia del rostro en cuestión. Los ojos, me cuestan aún más. Quizá porque si los sobrecargo de protagonismo se convertirán en unos rasgos superficiales o bien, no dirán nada si no les doy una pizca de importancia. Es un auténtico reto. De todas maneras, cualquier cosa que queramos interpretar, si no somos capaces de verlo, no significará nada. Porque pintar, no sólo es poder copiar o plasmar a la perfección algo, es reflejar aquello que queremos dar vida, dejar en esa hoja en blanco una parte de nosotros.